Segunda Novela La Ascendencia
SEGUNDA NOVELA
LA ASCENDENCIA
A los siete años de edad, mi abuela fue sacada del colegio y entregada a una familia para que la criaran. Las razones de aquello nunca las supe, pero podría especular al respecto: mi abuela tenía varias hermanas, todas muy bonitas y de finos rasgos. Mi abuela era fea, chica, regordeta, muy morena y además, media sorda. A mi abuela, como dije, la retiraron de la escuela y la mandaron a criar con otra familia y allá, en vez de cuidarla y quererla y educarla y protegerla, la pusieron en régimen de servidumbre: desde el día en el cual llegó y todos los días, mi abuela hubo de lavarle la ropa a la familia aquella, zurcirle la ropa, plancharle la ropa, ir a comprarles la comida, prepararles la comida, servirles la comida y lavar los platos y ordenar y limpiar la casa y fregar los pisos y el baño, todo eso todo el día todos los días y por las noches, cuando estaba toda la familia ya calentita en sus camas, mi abuela, agotadísima, se iba a dormir sobre una colcha dura y con sólo una frazada como cobertor, dentro de un cuchitril en el fondo del patio, sucucho lleno de agujeros a través de los cuales se colaba el viento y sin luz eléctrica ni ventanas y con un techo de lata lleno de agujeros por donde igualmente entraba el frío y la lluvia, y durante el invierno cuando el viento rugía y los relámpagos estallaban, mi abuela tiritaba de frío y también por su infinita soledad, y por un indescriptible e inmenso terror… Mi abuela desayunaba y almorzaba y cenaba sola en ese cuartucho y para ella no había segundo plato ni más pan ni mucho menos postre y para ella eran las porciones más pequeñas y tampoco había repetición pero eso sí, nunca la golpearon y por eso ella no escapó de aquel lugar: “al menos tenía algo de comida asegurada”, nos decía triste mi abuela... Ella nunca tuvo amigos ni amigas y jamás supo -desde que la “regalaron” (o la vendieron, quién sabe)- lo que era un día sin trabajar: los miembros de aquella familia, cuando llegaba el verano, se tomaban las vacaciones por turnos y a causa de eso mi abuela siempre estuvo saturada de labores. Las navidades y años nuevos, luego que mi abuela servía la cena, la enviaban a su cuartucho. Según nos contaba mi abuela, incluso durante el tiempo en el cual vivió con su familia verdadera, ella jamás recibió un regalo de cumpleaños ni mucho menos tuvo una celebración dada en su honor. Desconocía el significado de un regalo de navidad y el de un abrazo de año nuevo: llena de soledad y tristeza, sola desde su cuartucho, escuchaba la algarabía de las fiestas de la navidad y del año nuevo. Ella tampoco recordaba cómo se sentía reír y sonreír. Las palabras “felicidad” y “alegría”, para mi abuela, no tenían ningún sentido, pero mi abuela tampoco era consciente de que las palabras “felicidad” y “alegría”, para ella, no tenían sentido. Así, bajo una humillante esclavitud (¿conoces la palabra “criada”?), transcurrió la vida de mi abuela desde los siete a los dieciséis años. A los dieciséis, por vez primera y gracias a una razón que ella jamás nos supo explicar, le dieron libre el día domingo. Al principio no sabía qué hacer y se quedaba el domingo entero tendida en su camastro, mirando las imágenes de las fotonovelas por entrega que venían en los periódicos de ese tiempo. Observaba los recuadros y fotos y viñetas e intentaba descifrar los textos que en ellas había, tratando de recordar las lecciones que tuvo en sus pocos años de escuela. Luego de unos meses pasando su día domingo libre de aquel modo, se aventuró a salir a un parque cercano. Caminaba y se sentaba en alguna banca a ver a l@s niñ@s jugando o paseando con sus familias, y a las palomas revoloteando mientras ella seguía el curso de las nubes avanzando en el cielo del mediodía. Sentada en el mismo banco, almorzaba los panes sin queso ni cecina ni mantequilla que le daban antes de salir; veía a las alegres familias sentadas sobre una manta, riendo y comiendo ricos alimentos en enormes fuentes de ensalada, bebiendo jugos naturales en inmensos jarros, mascando descomunales sándwiches y coloreadas frutas y aromáticos trozos de carne asada y frita... Al atardecer, y ya siempre sentada en el mismo banco todos los domingos, contemplaba a las parejas que caminaban tomadas del brazo, y se entretenía también mirando a un grupo de personas quienes, con guitarras y panderos, cantaban y hablaban sobre un señor que se llamaba Jesús y que murió crucificado por culpa de tanta gente que eran malas pescadoras. Ella no comprendió por qué alguien podría ser asesinado sólo porque había gente que no sabía pescar. Además, ¡ese señor don Jesús era inmortal!, según decía un hombre quien, adelantado al grupo y con un libro en su mano, hablaba también de los malos pescadores. — ¡Jesús es inmortal, él vive para siempre y no puede morir! -explica el tipo a todo pulmón-. Fue entonces más grande la confusión de mi abuela: “¿cómo alguien que es inmortal, termina muerto clavado en una cruz?”. Además, ese caballero don Jesús que era inmortal y que murió clavado en una cruz “¡Volvió a vivir y regala vida después de que uno muera si usted, alma que escucha, cree que alguien que es inmortal murió pero que luego vivió, y él murió por usted, porque usted es pescador y pescadora!”, continuaba diciendo el tipo con el libro en la mano. “¿Murió por mí? ¡Pero si yo no le he pedido nada!, yo ni conozco a ese caballero... y además que yo no sé pescar”, se decía confusa mi abuela. Llena de preguntas que dada su ignorancia no lograba tan siquiera plantearse, regresó a la casa. Y así estuvo toda la semana, intentando hilar tales cuestionamientos inexplicables para ella. El domingo siguiente pasó su día libre en el parque y todo fue casi igual, pero esta vez, además de la historia del señor don Jesús, las personas con las guitarras y panderos comenzaron a hablar de un lugar lleno de un fuego que nunca se extinguía, y al cuál llegarían todas las personas que hubieran sido malas pescadoras: estarían por toda la eternidad quemándose únicamente por ser malos pescadores y pescadoras. Mi abuela pensó en la feria en donde tenía que comprar la comida, las frutas y verduras y pescado y se imaginó que la vendedora de merluza y pejerreyes y jurel, sólo por el hecho de vender lo que vendía, quizá estaría también condenada a pasar entre las llamas un tiempo que jamás acabaría. “¿No sería ése el castigo por matar a los pescaditos, o por venderlos?”, pensaba intrigada mi abuela. Se fueron las personas cantando con sus guitarras y panderos, mi abuela les vio alejarse y regresó a la casa muy confundida. Al otro día, y al siguiente y durante toda esa semana, además de lo increíblemente extraño que le parecía todo aquello de la inmortalidad de ese señor don Jesús, ella no dejó de pensar en la feriante quemándose por los siglos de los siglos y por más que pensaba y pensaba mientras lavaba la ropa y los platos y compraba los pescados y preparaba la comida y barría y trapeaba y enceraba, mi abuela no llegó a nada que tranquilizara su mente. El domingo siguiente, más enredo le causó la historia de un ángel que había sido el más hermoso de todos los ángeles y que quiso irse de su casa, dispuesto a hacer su propia vida. Eso no le gustó para nada a su padre, quien también era el papá del señor al que habían crucificado, “serán hermanos”, pensó mi abuela. El padre entonces arrojó al ángel a vivir en ese fuego eterno del Invierno -así se llamaba aquel lugar, nombre que a mi abuela le pareció muy extraño pues en el invierno hace frío y llueve-… Resulta que ese mismo caballero que era el papá del ángel y de don Jesús, había cultivado un enorme y hermoso huerto con flores y plantas y legumbres y verduras, y con árboles llenos de frutas. El dueño del huerto llevó a vivir a su gran jardín a un hombre y a una mujer que eran muy pobres, tan pobres que ni siquiera tenían ropa. Un día, una serpiente parlanchina vio a la mujer aquella y a la serpiente le dio pena que la mujer fuese tan pobre, así que le convidó una manzana. La mujer llamó al hombre y entre los tres, compartieron alegremente la deliciosa frutita, pero el dueño del jardín se enteró y se enojó y los anduvo buscando enfurecido por todo el huerto junto a otros ángeles con espadas, y los buscó hasta que los encontró y los echó a la calle, pero antes de arrojarlos a la calle les deseó puros malos deseos, que ojála la mujer tuviera muchos dolores al quedar embarazada y que al hombre le costara encontrar trabajo y que le fuera mal cuando trabajara, y que ojála tuviera que trabajar hasta muy tarde y quedara muy cansado y que transpirara mucho… “¿Cómo pueden haber serpientes que hablan? -se preguntaba mi abuela-. Además, si este caballero invita a unas personas que son tan pobres a vivir a su huerto gigantesco lleno de comida, ¿cómo se va a enojar porque le saquen una manzanita? ¡Y más encima los echó a la calle gritándoles todas esas cosas terribles!”. — Si usted quiere conocer estos misterios, venga, venga -dijo el hombre que hablaba, y como mi abuela quería conocer esos misterios, se levantó de la banca, se armó de valor y comenzó a caminar tímidamente hacia ellos. Al fin entendería todo. El hombre que hablaba la vio de lejos, y le gritaba a mi abuela: — ¡Venga! ¡Venga, hermana, venga! Entonces mi abuela siguió caminando tímidamente hacia las personas, y el hombre le siguió gritando: — ¡Venga! ¡Venga a Dios! ¡Venga adiós, hermana, adiós, adiós! A mi abuela le dio mucha vergüenza que no quisieran que ella se acercara más así que se alejó corriendo y se quedó mirándoles escondida tras un arbusto. Mi abuela regresaba a la casa imaginándose al caballero dueño del jardín, y lo veía como un borracho que había tenido dos hijos, que su mujer lo abandonó por curao y que uno de sus hijos se había querido ir de la casa para vivir su vida, pero eso no le gustó al padre así que lanzó a ese hijo al Invierno para quemarse eternamente junto a todos los que vendían pescado o que no sabían pescar y que ya estaban muertos; después, este caballero permitió que los pescadores que aún vivían mataran a su otro hijo, a ése que era obediente y que no se había marchado del lado de su padre, y lo colgaron de una cruz y el padre no hizo nada para defender a ese hijo que prefirió quedarse con él y no irse a vivir su propia vida... “El hombre éste ha de haber sido muy remalo”, pensaba enrabiada mi abuela. Ella no comprendía por qué los hombres y mujeres que andaban con panderos y guitarras decían que ese caballero alcohólico dueño del huerto gigante -“Adios”, le llamaban-, era puro amor y amaba a toda la gente y a quienes más amaba era a los pescadores, y que todas las personas que creyeran esa historia vivirían en el mismo jardín del cual él había echado a la mujer y al hombre pobres… “¡Ese jardín se llama “Valparaíso”, y está en el cielo!”, decían aquellas gentes… entonces, mi abuela miraba hacia la bóveda celeste y se preguntaba en dónde, entre las estrellas que poco a poco empezaban a brillar, se encontraría aquel tan extraño lugar… La confusión era demasiada y todo eso de lo cual las personas hablaban y cantaban con guitarras y panderos en el parque, comenzó a afectarle: tenía pesadillas ya no sólo por el frío y el viento y los relámpagos y la soledad y el terror, sino ahora también por los ángeles que a veces aparecían en las fotonovelas de revistas y periódicos de aquella época y se veían tan bonitos, pero mi abuela los imaginaba ahora quemándose junto a miles de pejerreyes y merluzas y jureles y feriantes, y a todos quienes pescaban mal… Mi abuela siempre andaba hambreada y cuando soñaba solamente tenía pesadillas y en sus pesadillas ella se veía comiendo su miserable almuerzo, y una serpiente parlanchina le ofrecía una manzana pero mi abuela prefería quedarse con hambre antes que comer la frutita y que la echaran de la casa. Era tanto el embrollo y tantas las pesadillas que al domingo siguiente, luego que las personas ésas dejaran el parque, mi abuela les siguió. Algunas cuadras después vio que cantando y tocando sus guitarras y panderos, se metían en un galpón con grandes puertas, y que tenía una cruz ladeada en el frontis. Mi abuela entró a ese lugar con la cruz ladeada y vio una banca al lado derecho de las grandes puertas, y se sentó allí. Instantes luego, se sentó junto a ella un joven alto y delgado, de ojos azul claro, de blanca piel y cabello negro y rasgos finos y hermosos, pero de triste mirar, y que tenía los ojos rojos por haber estado llorando mucho. (Continúa en PDF La Asecndecia 2)
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